En el cuaderno de notas que olvidó mi amigo el profesor doctor Washington Rosales, de la Universidad de Montevideo, está escrito lo siguiente:
No hay mal que por bien no venga. Sí, señor. Hay veces que uno busca una cosa y, sin darse cuenta, acaba encontrando otra muy diferente que, a veces, es mejor. Esto es lo que me sucedió la semana pasada.
Con motivo de unos estudios que yo estaba efectuando sobre la influencia del pensamiento nietzscheano entre los habituales de la calle del Laurel, tuve que desplazarme diariamente a la ciudad de Logroño. El viaje de ida no tuvo nunca ninguna complicación. Subía al autobús, pagaba el billete y palante. Ahora bien, el asunto del regreso ya era harina de otro costal. Acostumbrado como yo estaba a la racionalidad de las estaciones de autobuses de Montevideo, de Londres o de Florencia, por ejemplo, donde cada arcén corresponde a un destino concreto, esperaba yo en Logroño al autobús con dirección a Nájera en el mismo lugar aproximadamente, hacia el principio del arcén derecho, llegaba el vehículo, subía yo en él… y cada día aparecía en un pueblo distinto. Un día en Viniegra de Arriba, otro en Calahorra… ¡Cómo iba yo a imaginar que hay que conocer ciertas fórmulas cabalísticas para averiguar dónde va a estacionar el autobús cada mañana!
Pero en fin… esto, que parece un desatino y tal vez pueda parecer también un incordio, me sirvió para conocer La Rioja entera: la baja, al alta, la de en medio y la de más allá. Como he sugerido al principio, hay que saber aprovechar lo bueno de las adversidades.