A aquel cadáver seco y pavoroso
que en vida se llamaba don Enrique
le crecía una uña del meñique
de tinte marfileño y asqueroso.
Un deseo fatal, turbio y morboso,
—disculpad que mi mente despotrique—,
acometióme al ver al alfeñique
ostentando tal uña de coloso.
En un descuido, cauto y solapado,
acerquéme hasta el lecho del finado,
hurtando el cuerpo a deudos y parientes.
Y corté aquella uña, ¡sí, cortéla!
Más tarde repulíla y afiléla.
La llevo siempre aquí, de mondadientes.
(JORGE LLOPIS, La rebelión de las musas, editorial Planeta, Barcelona, 1972)
(JORGE LLOPIS, La rebelión de las musas, editorial Planeta, Barcelona, 1972)